Posteado por: vicentecamarasa | 28 marzo 2017

EL URBANISMO DE LAS CIUDADES DEL ÁFRICA ORIENTAL. TEXTO

Es que Dar es Salam, al igual que otras ciudades de esta parte del continente, se compone de tres barrios separados entre sí (por lo general, por el agua o por un cinturón de tierra vacía). De modo que el mejor, el barrio situado más cerca del mar, por supuesto pertenece a los blancos. Es la Oyster Bay: chales suntuosos, jardines inundados de flores, tupidos céspedes y rectas alamedas con gravilla. Sí, aquí se lleva una vida de lujo, tanto más cuanto que no hay que hacer nada: se ocupa de todo una servidumbre silenciosa, diligente y discreta. Aquí, la persona se pasea como, seguramente, lo haría en el paraíso: libre, despreocupada, contenta de estar en aquel sitio y encantada con la belleza del mundo. Más allá del puente, de la laguna, mucho más lejos del mar, bullicioso y rebosante de gente, se apretuja el barrio de piedra de los comerciantes. Está habitado por hindúes, paquistaníes, gentes venidas de Goa, de Bangla Desh y de Sri Lanka, y todos han recibido ahí el generalizador nombre de asiáticos. A pesar de que hay entre ellos varios hombres ricos, la mayoría vive con un estándar mediano, sin ninguna clase de lujo. Se dedican al comercio. Compran, venden, hacen de intermediarios, especulan. Cuentan, no paran de contar y recontar, menean la cabeza, se pelean. Decenas, cientos de tiendas permanecen abiertas de par en par, y sus mercancías, lanzadas a la calle, cubren las aceras. Telas, muebles, lámparas, ollas, espejos, abalorios, juguetes, arroz, jarabes, especias… todo. Delante de una tienda, se sienta el hindú de turno en su silla y, con un pie apoyado en el asiento, no para de hurgarse los dedos del mismo. Todos los sábados, los habitantes de este barrio hacinado y sofocante van al mar. Se visten de fiesta para la ocasión: las mujeres se ponen sus saris dorados y los hombres, camisas limpias. Hacen el viaje en coche. En el interior se apiña la familia entera, unos sobre otros, sobre las rodillas, los hombros, la cabeza: diez o quince personas. Detienen el coche junto a la abrupta ladera que lleva a la orilla. A esta hora, la marea alta golpea la costa con un oleaje poderoso y ensordecedor. Abren las ventanillas. Se ventilan. Al otro lado de las grandes aguas que se despliegan ante sus ojos está su país, país que algunos ni tan siquiera conocen, la India. Permanecen aquí unos quince minutos, tal vez media hora. Después la columna de coches atestados se marcha y la orilla vuelve a quedarse desierta. Cuanto más lejos del mar, tanto más calor, sequedad y polvo. Precisamente allí, sobre la arena, sobre la tierra desnuda y yerma se levantan las chozas de barro del barrio africano. Cada una de sus partes lleva el nombre de una de las antiguas aldeas donde habían vivido los esclavos del sultán de Zanzíbar: Kariakoo, Hala, Magomeni, Kinondoni. Los nombres son diferentes pero el estándar de las casas de barro es igual de pobre en todas partes, y la vida de sus habitantes, miserable y sin visos de mejorar. Para las gentes de estos barrios, la libertad consiste en que ahora pueden caminar libremente por las calles de esta ciudad de cien mil habitantes, pudiendo incluso adentrarse en el barrio de los blancos. Aparentemente, esto nunca les fue prohibido, pues el africano siempre pudo aparecer por allí, pero para ello debía de esgrimir un objetivo claro y concreto: ir a trabajar o volver del trabajo a casa. El ojo del policía distinguía fácilmente la manera de caminar del que se apresuraba en acudir al trabajo del que sospechosamente vagaba sin rumbo. Dependiendo del color de la piel, todo el mundo tenía aquí asignado el papel y el lugar que le correspondía.

Ébano. Ryszard Kapuściński

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